Por Juan Gabriel Paz,
para “Goleada informativa”, FM MolinoTorneo de Segunda
DivisiónFederación Agropecuaria
0: Belzaguy; Azcona, Di Giorgio, Jakov, Farías; Gorostiaga (Sanfelipe),
Montiel, Báez (Suárez), Figueredo; Godoy y Elichiri (Napolitano). DT Proterio.
Deportivo Malvinas 0:
Roldán; Ayala, Grenat, Muñoz (Stronatti); Serbelloni, Tejera; Hernández, De las
Peras (Bedoya), Sikorski; Montinari (Arias) y Uscovich. DT Higueras. Árbitro: Costantini, Muy Bien.Estadio “Presidente Raúl Alfonsín”, Regular.Hora de inicio: 16.04
Volver a una
cancha de fútbol, después de tantos años, no me resultó sencillo. Quince años
dedicados a la actividad agropecuaria, sumados al vicio de la literatura, me
alejaron de ese ámbito que me hizo feliz durante cuatro décadas. Ahora que el
pasto es solo para las vacas, imaginar las líneas de cal, las tribunas, resulta
algo desacostumbrado. Después de un par de negativas, el pedido de mi amigo
Hilario me devolvió a ese espacio donde se puede experimentar la paradoja de
ser libre aunque se esté rodeado por un alambrado.
Mi ingenuidad, y
mi soberbia, digno es reconocerlo, me hicieron creer que sería destacado para
narrar el puntapié inicial de San Borombón, o de San Isidro. La sorpresa estaba
en el camino de acceso al pueblo, al cual ni siquiera tuve que entrar. El
“Doctor Raúl Alfonsín” me recibía treinta años después, como aquellas tardes de
domingo, en el ocaso de mi carrera, cuando pudimos dar la vuelta, con Chichilo,
Gómez, el Zurdo y toda la banda, esa que se animó a soñar.
Escalar los
peldaños de la tribuna “Democracia” costó más de lo esperado, no solo por las
dificultades de mis maltrechas rodillas (“al fútbol lo pagarás de viejo”, decía
mi abuelo, y no se equivocaba) sino también por la sucesión de saludos y
bienvenidas de mis antiguos compañeros, fieles espectadores del naranja, que
llenan sus tardes dominicales acompañados por hijos y nietos en la cancha que
los vio crecer. A cada escalón un bienvenido, cómo le va Paz, tantos años, cómo
estuvo la cosecha, este es el señor que hizo ese gol que te conté, en cancha
del Decano y un cosquilleo en el estómago.
El partido ya se
volvía para mí una excusa. Los comentarios me anoticiaban de un plantel local
sin experiencia, con varios debutantes y un retorno: Marcos Figueredo. El
enganche regresaba a su casa, luego de desplegar su jerarquía en Primera
División (recuerdo la tapa del diario deportivo el lunes posterior a su golazo
a Boca, en la Bombonera, para darle la victoria a Racing) y en el Milan. Rayo
Vallecano, Oviedo, en el ascenso español; Atlético Tucumán, en la “B” Nacional;
y luego San Telmo, en la “B” Metro, le explicaron que ya era hora de retornar
al terruño. Poco pudo hacer el diez, aunque en sus contadas participaciones
pudo demostrar que los años se llevan velocidad y explosión, pero no ductilidad
en el pie, que acaricia la pelota y la hace sentir mimada.
En el otro campo,
el rayado que nunca escatima esfuerzo y sudor. Bien podrían los pibes dejar el
“Fitzgerald” y mudarse a “San Mamés”. Pueden carecer de buen juego (aunque
Tejera y Sikorski prometen) pero nunca te dejarán a pata, me dice Galletti, mientras
me ceba un mate, como en las previas de aquellos duelos con el verde o con los
monaguillos, cuando nuestro equipo supo colarse entre los grandes y ser tapa
del suplemento deportivo de “Atalaya”.
Del juego poco
puede decirse, si el terreno de juego no ayuda y la temperatura sofoca. El
local intentó y no pudo. La visita se animó, pero no encontró cómo. Para
destacar un cabezazo de Azcona en el travesaño y una volea del “Pitu”
Montinari, no tan cerca como mis ganas de llenar estas líneas quisieran. Hay
que destacar que, a pesar de las adversidades del contexto, ambas escuadras se
brindaron para que el par de centenas de espectadores no regresaran a sus casas
defraudados. Serbelloni supo neutralizar los intentos de Figueredo (correr y
marcar también es jugar al fútbol, mal que nos pese); Montinari nos regaló
varias corridas por la banda izquierda que levantaron, aún más, la temperatura
de la jornada. Las manos firmes del “Colo” Belzaguy atenuaron las esperanzas de
los centros visitantes; y las gambetas frustradas de Elichiri justificaron su
sustitución y encomendaron trabajo para la semana al técnico Proterio. “No
supimos manejar la pelota con criterio, nos faltó claridad en los metros finales.
Esto recién empieza, vamos a mejorar con el trabajo”, me contó a la salida del
vestuario local, con la misma calma con que pateaba los penales, con la misma
mirada con la que nos dijo, en el vestuario de Boleteros, mientras gritábamos
“Dale campeón” y nos abrazábamos como locos, aturdidos y emocionados, que ese
era su último partido, que se retiraba campeón, que ya no tenía nada más que
buscar en la cancha, que ya lo había encontrado, en su casa, con sus amigos.
La segunda parte se fue como el sol de la
tarde, detrás de los eucaliptos, lenta y tranquila, sin pausa hasta el pitazo
final de Costantini, quien heredó de su padre no solo la capacidad para
conducir un partido, sino también la virtud de pasar inadvertido.
Y así
volví, como volvió Figueredo, al primer amor, a las canchas sin tribunas, o
casi, donde se ven las caras de todos, y se escuchan todos los gritos; donde
las pisadas, los remates y los cabezazos resuenan en todos los rincones; donde
no hay palcos ni cabinas; donde hay que entrar en calor con pelotas viejas y
esperar turno para ducharse; donde la camiseta no se cambia, porque tiene que
durar todo el torneo.
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