miércoles, 20 de mayo de 2020

Luminoso

Ciclista Platense 2 vs 3 Cantegriles


                                                          Por Juan Gabriel Paz, para Goleada informativa




Cuando se descompuso el séptimo de sus jugadores, el DT Julián Weistern supo que estaba ante una tarde distinta, compleja y especial. Algo de lo que habían comido en el almuerzo grupal de todos los domingos estaba en mal estado.

-¿Y ahora qué hacemos? – le consultó a su ayudante, Nicolás Garmendia, mientras miraba la pared del vestuario visitante.

-Puedo ir a buscar a algunos de los pibes de la reserva, para completar el banco.

Nico se subió a su Renault blanco y comenzó la recorrida por las casas de los chicos de reserva que no habían entrado en el partido de la mañana. Bastó una sola visita para enterarse de que se habían ido todos a pescar, o eso al menos le habían dicho a la señora que lo atendió. Salió lento y caviloso rumbo a la casa de Irazusta, que se estaba recuperando de una lesión pero por lo menos podía hacer bulto en el banco.

En el trayecto, pasó por la casa de Tony. Su viejo amigo Tony lo saludó sonriente, sentado en el escalón de la puerta, mientras fumaba un puchito. Inmediatamente Nico recordó que Tony estaba inscripto en la lista de la reserva. Como todos los años, él se encargaba de pasar a buscarlo en febrero para comenzar la pretemporada, lo anotaba, le hacía pagar la cuota y lo animaba a entrenar, pero el vago practicaba una semana y luego imaginaba alguna disparatada excusa para dejar, con la promesa de retomar al año siguiente.

Tony y Nico habían crecido futbolísticamente juntos, eran la dupla goleadora de las inferiores de Ciclone. Incluso jugaron una temporada en Primera, con bastante éxito. Tony pintaba para crack, y todos se sorprendieron cuando, en lugar de volver a viajar a Lanús para instalarse en la pensión del club, tuvo que ir con su mamá a realizarse una serie de estudios médicos. Esa extraña enfermedad mental le cortó la carrera. Le cortó todo. Ya lo veían raro desde hacía un tiempito, pero todos creyeron que eran pavadas de un pibe simpático. Así, fue cambiando la redonda por puchos y música, tirado en la cama o sentado en la vereda, mirando a los vecinos, en las tardes soleadas como la de este domingo.

-Me tenés que dar una mano, Tony.

-¿Cuándo?

-Ahora.

-¡Nooo!

-Dale, ponete los botines.

-Están rotos…

-No importa, te prestamos. Agarrá el carné.

Saludó a doña Estela y salieron rápidamente. La vieja cerró la puerta, dio dos pasos y se tomó la cara con las manos: “¡La pastilla!”.

El Martín Fitzgerald estaba repleto. Los simpatizantes de ambos equipos no habían dejado espacios vacíos en las gradas. El puntero quería consolidarse en la cima de la tabla y la visita buscaba acercarse a ella.

Los once sobrevivientes de la mayonesa de Cantegriles entraron en la cancha. Hacia el banco de suplentes se dirigieron lentamente los miembros del cuerpo técnico y el número 13, Antonio Bortolacci.

El primer tiempo fue parejo. La visita aguantó con lo que tenía. En el complemento, el albinegro mejoró la circulación de pelota con el ingreso de Basigalupe y llegó al gol con Desfra a los 50 y Maxi Di Nessio a los 56.

Nico bajó la cabeza y fue a sentarse en el banco, resignado. Ahí estaba Tony, muy inquieto.

-¿Qué hora es?

-¡Qué sé yo!...Cinco y diez…

-Uh, la pastilla…era a las cuatro…

Nico no le prestó atención y lo mandó a calentar, para que dejara de moverse en su asiento. Cinco llamadas perdidas morían en su teléfono apagado. Tony empezó a trotar y repentinamente, se detuvo.

-¿Qué pasa, Tony?

-Está la colorada…

Nico miró hacia todos lados y solo vio viejos conocidos.

A los 63, el arquero Ferrari despejó violentamente. La pelota subió cincuenta metros y cayó justamente donde estaba Tony. El 13 mató el pelotazo con el pecho y sin dejar que tocara el suelo, se puso a hacer jueguitos con el taco. Cuando el defensor local Vaudet quiso sacársela para hacer el lateral, le tiró un sombrero.

-¿Qué hacés, salame? ¿No ves que van perdiendo?

Weistern y Nico se miraron pasmados.

-Ponelo ya.

-Cambio, juez. 13 por 8.

Nico acompañó a Tony hasta el sector de sustituciones y cuando levantaron los carteles, le puso la mano en el hombro y le dijo que hiciera lo que sabía hacer.

-Me paro cerca de la colorada.

Nico le palmeó la espalda sin comprender, maldiciendo esa extraña enfermedad.

Antes de agarrar la primera pelota, vio unos pájaros negros con alas de fuego que bajaban desde la tribuna local, y a George Harrison con la camiseta tricolor número 5 a su lado cantándole “Here comes the sun”, mientras punteaba su guitarra. Detrás de los zagueros locales, una joven pelirroja, con un vestido de seda blanco, recorría el área de un lado al otro, descalza, como bailando.

Cuando agarró la pelota hizo todo: enganches, caños, tacos, rabonas. A los 73 apiló a cuatro mientras iba canturreando “I’m so tired of being lonely…”. La de gajos era una esfera luminosa y la llevó hasta el arco mismo, donde se la entregó a la joven que lo esperaba con una sonrisa y los hombros descubiertos. Cinco minutos después reventó el travesaño, envuelto en un torbellino de arenas dulces que le cosquilleaban el paladar, al tiempo que Lennon cantaba a dúo con él a la dulce muchacha de sutiles pecas, que se balanceaba tomada del poste izquierdo del arco de Milano:

“I know you understand

the little child inside the man.”

A los 82 minutos, Tony montó en un rinoceronte celeste y atropelló a todo lo que se le cruzó, con dos caños y una bicicleta incluidos, hasta encontrarse con la pelirroja que estaba a espaldas del portero de Ciclista, acostada sobre el césped, arrancando briznas tiernas. Dos a dos. Después casi la metió olímpico. Las cajas con ravioles de ricota que arrojaban los escarabajos gigantes desviaron la pelota. A dos minutos del final esquivó patadas, pantallas de televisión con colmillos, puñetazos, pantanos con ruido a lavarropas centrifugando y olor a sandía. Protegió la esfera luminosa y la entregó con una caricia a la pelirroja, que se bañaba dentro del arco, bajo una cascada de twist ‘n shout, rodeada de calefones carnívoros.

Al sonar el silbatazo final, una decena de zanahorias de gelatina violetas se abalanzó sobre él para abrazarlo. El árbitro, Pedro Demetrio, le tendió la mano para felicitarlo y Tony le tiró un caño de ida, y al soltársela le hizo el caño de vuelta y encaró hacia el arco, con la esfera brillante atada al botín derecho. Allí lo esperaba la pelirroja, con la boca entreabierta y la mirada intensa clavada en sus ojos. Nico lo frenó y lo llevó directamente al vestuario para recoger la ropa y, sin ducha mediante, salir raudamente hacia su casa. Después del tiro en el travesaño había recordado el asunto de las pastillas. No quiso encender el teléfono, en el que catorce llamadas testimoniaban la desesperación de doña Estela. Subieron al Renault blanco y aceleró. Tony se revolvía en el asiento, pero miraba por la ventana con una sonrisa. Encendió la radio para saber cómo iban Estudiantes y Talleres. En lugar de la voz del relator, surgió la de Paul que decía: “I can’t wait another day…”.

-Dejá esto, no cambies.

Siguieron unas cuadras en silencio.

-¿La pasaste bien?

-Seee…Es hermosa. Hacía como quince años que no la veía. Está igual…¿Cómo salimos?

-Ganamos, Tony, ganamos…

Doña Estela abrió la puerta con el frasco de pastillas en la mano. Nico evitó mirarla y le dijo, caminando hacia el auto, que le agradecía mucho, que la habían pasado bárbaro y que Tony estaba entero. Arrancó el Renault blanco y se alejó lentamente y pensativo. Reflexionó sobre los distintos géneros de locuras que se adueñan de nuestras vidas, algunas estudiadas por los psiquiatras y otras aplaudidas por la opinión pública. Recordó las locuras llamadas pasión y arte que se apropiaron de su amigo Leandro. El flaco dejó su banda musical, con la que ya había firmado un contrato en Capital, para seguir hasta Paris a su novia, la nunca famosa ni exitosa escultora, que un día le dijo “no te quiero más” y se fue con un violinista de una orquesta londinense, para dejarlo varado en la ciudad luz. O la locura llamada sacrificio, de su primo el arquero que pasó diez años solo trabajando en el calor de Medio Oriente para juntar dinero y no preocuparse por el futuro. Cuando regresó para cumplir su sueño de vivir en la bucólica chacra familiar camino a Cohieyolán, donde pasaba los veranos de su infancia, se mató con el auto a pocos kilómetros de González. O su propia locura, titulada profesión, que le impuso no seguir a Marcela hasta Córdoba para poder recibirse de ingeniero y así entrar en la gran empresa, como deseaba. Después de unos años lo echaron por negarse a firmar más informes que falseaban la realidad. Ahora atiende la ferretería de su padre y se distrae con el fútbol. Marcela vive en Calamuchita y tiene dos chicos. Demasiados sustantivos abstractos que pretendemos convertir en concretos. Abrumado por esos y otros recuerdos, estacionó el auto y, echado sobre el volante, lloró amargamente.



¿Dónde están las pelirrojas angelicales y huidizas que dejamos de perseguir? ¿Qué ominosas pastillas nos retienen sentados en el umbral?



Un Renault blanco acaba de detenerse frente a tu casa. Alguien va a golpear a tu puerta.

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